Las voces
la tuya, la mía quizá
la de los vecinos enfermos de carne asada
y pudor norteño en chapa de oro de diez kilates
se enterrarán
debajo de las tazas
bajo la esperanza
de encontrar una razón perpetua
para no desubicar esta alta marea
de ser luz de un farol aislado
banderita blanca en medio de la turba occidental.
Ven, mira:
aquí yacen nuestras lápidas
y, son gritos, son añoranzas
convertidas en comida exprés
un mésenyer que no perdona las revueltas.
También son árboles talados
que duelen en los tobillos
y la sangre...
Esa cuajó cuando rompimos el espejo
y decidimos no pronunciar
así fuera por hipocresía
la frase viento de amor.
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