niño de junio resplandeciente.
Dame tu trébol, tu árbol de mano y flor
tu hoja perennemente verde
a la magnitud de los soldados divinos
que todo lo contemplan y meditan
y también todo lo dan.
Álzame a la nube pura, di que sí,
bárreme con una mirada tuya
de la superficie escandalosa de la inmisericordia
con la que a veces me voy a dormir
y no soy agradecida por latirte dentro de mí
y a cambio llorar la pena ajena
de una rabia perra que poco sabe del amor verdadero.
Tuyo es mi reino
tu yo es mi templo y mi canción redimida.
Que tu alma se trence a mi alma
como dos lenguas de fuego hablando el silencio.
Que tu campo de siembra dé siempre
conmigo
y ser los dos un sólo mirlo al sol adorando.
Ven y nace otra vez aquí, niño y hombre,
ven para no morirme de mí ciegamente extrañándote
y también ven para venirme como ola pesada
de un jugo dulce como de mango.
Ven siempre o mejor dicho, repósame contigo
canta invariablemente conmigo
súbete y luego bájate y luego expándete y luego aquiétate
como el rojo fluido de la vida.
Que los santos y los esteros su oración inmutable
ante dios cantan,
que los elementos de esta tierra despiertan
y entre magentas pulcrísimos
su corazón labran y admiran y ofrendan.
Tira del tiempo y su materia al fin,
muchacho de las causas imposibles.
O mejor no tires y navega, óyete dentro de mí
y a mí dentro de tu cuerpo ahíto
de etílico lucero desprendido del Amor.
Esconde tu grano de lluvia en mí,
niño de junio resplandeciente.
Para Ramón
(como lo son todos los poemas desde noviembre 17
y mucho antes de que él lo supiera).
Porque te amo.
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