Al final todo pasa:
no hay manos para hacer volantín
y la tristeza cuaja más rápido
que una Jell-o de quinta generación.
Los sábados son grises
más si la tiza quiere pintar magenta o violeta
y sale monocromática
como el resto del salón agendado
en la palma de mis manos
en la lavadora que pide a gritos
que ya no me levante más.
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