jueves, 24 de septiembre de 2009

Tetrabrick

A qué horas la cena, no lo sé
pero a mí se me ocurriría pensar
que después de la batalla que coloca nuestras fichas
frente al reto -valor diez puntos del juego del niño dios mimado-
de transitar del gris asfalto
al barro casa -bloque casa, teja casa, motel o condominio,
la cosa es pensar en el hogar-
habría que platicar la manada
-las uvas en el yogurth para ser feliz
y cantar por las mañanas
creerse el comercial en el trono
mientras se lee la nacional-
quitarse el impermeable cubierto de babas
hacer el amor mirando el lunar de enfrente
sin que éste sea precisamente el espejo:
harina o maíz, cuchara o tenedor.
Bromear, sacar mis sapos y mis culebras a que les dé el fuego de la estufa
comer los tréboles de cuatro hojas
una que otra flor que se riega a la hora de dormir con tu presencia
de fuego blanco
y pensar en la posibilidad de un sí que cambie mi absurdo
a absoluto y válido.
Sacarle los mocos al del noticiario
los nuestros no, los suyos, los que le combinan
con la corbata italiana;
agarrar el pre-texto del libro reciente
enseñarle a la curvilínea de la tele
que yo sí soy feliz porque tengo esa piel
sobre mi cuerpo y en mi mente y en mi tic-tac
y ella sólo un labial indeleble.
Jugar a las cartas con la ropa
jugar memorama, perder los dos.
Planear la bomba a la mañana siguiente
ser la bomba frente a Selene,
olvidarse de la bomba, hervir el café
a las cinco de la mañana.
Reiniciar esa novela -ese tetrabrick
con empaque de aluminio sideral
de corte circular y con final abierto:
todos los días serían lo mismo
pero no frente a tus ojos, tus soldados negros,
los reacios, los irónicos, los verdaderos,
esos que yo amo, Señor Invento.

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