Vi al viento regalarme un diálogo de furia sin huesos,
me invitó a recoger los fragmentos
de mi antiguo rostro emergiendo por última vez.
Yo obedecí, le disparé directo al corazón enfermo;
con la sangre del furioso congelé sus ojos, su respiración.
Los adoquines danzantes me platican lo que guardaban para esta noche:
hay una plaza al centro
y yo no temeré a sentarme en el verdor del metal hecho banca.
Abajo, por mi cuello,
hay riachuelos desembocando en aquél hoyo negro y pequeño
llamado memoria de un tiempo aquél.
No hay álbumes que lo parchen,
simplemente no me poncho fácilmente y ya.
Hoy le canto a las estrellas diurnas:
me cuentan las explosiones benditas de luz entre los páramos que una a una nombraron
-realizaciones todas de su pequeño ocio-
en lo que llegaba mi piel rendida ante su fulgor.
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