Llegó el tiempo de la lluvia,
nena,
la hora de resanar las grietas del cielo
usando la savia de tu pelo.
De perpetuar tu vestido áureo
con el que pájaros y flores
tu arribo bendijeron.
De dispersar los pétalos de tu nombre
sobre el suelo agreste que te parió
y te vio, cristalina, crecer.
Lumínica eras
y en luz te eriges, hija de Atenea,
entre las fauces de la Tierra
para con tu canto
al mundo volver a endulzar.
Llegó la hora de hacer una lista,
de tus profesiones disparadas cual asteroides
viajando en un escenario perpetuo:
Médica de uñas, de teclas.
Médica de telas, de letras.
Médica de almas solas, médica de himnos espartanos.
Médica de pomadas de chabacano y oro
para conciliar un sueño más melifluo.
Médica de la palingenesia, ojalá volvieras en colibrí.
Lumínica eras
y en luz te eriges, hija de Atenea,
entre las fauces de la Tierra
para con tu canto
al mundo volver a endulzar.
Llegó la hora de la ruptura,
ángel,
de ungir los platos de seca avena con tu labial
de volar la estulticia de las páginas del mundo con tus zapatos.
De destellar tu poder de inmarcesible blanca rosa
caminando en nueva tierra ya sin ciegos;
ascendiendo entre los cardos para dar cuenta de la palabra Dios.
De escribirla hasta volverte ella,
como al principio de todos tus tiempos,
más allá de la materia de los lamentos.
Lumínica eres
y en luz te eriges, hija de Atenea,
dejando las fauces de la Tierra
para con tu canto
ascender al origen y bailar.
Llegó el momento de no tener momentos,
de iluminar el silencio
con tu belleza rebautizada en pureza inaudible.
De tomar nuevas fotos
al Edén cuyo alquiler
saldaste por adelantado.
De dispersar tus nuevos pétalos
hasta expandir el universo
poblándolo de estrellas.
Que el mundo no te arraigue más, etérea,
que el mundo se sirva con saber de tu paz perpetua.
Lumínica eres
y en luz te eriges, hija de Atenea,
para siempre con tu canto
tu Casa de Luz alabar.
Para Jaquelin
Con mi gratitud imposible de cifrar.
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