Me quité la cara de siempre porque me quedaba chica. O grande. O ajustada. O quién sabe. El caso es que la cara -que de careta se hizo cara– ya no está más.
Originalmente llegó a mí cuando puse un anuncio a mis doce años: “Niña recién exiliada de espantoso régimen escolar busca careta. Informes donde vea a una púber desamparada que no sabe qué hacer con el zoológico que le regalaron de cumpleaños y navidad”. Tocando la puerta muy altiva, entró en cuanto le abrí la puerta como si de la reina de Grecia se tratara y me dijo con singular mamonería: “Niña, soy lo que buscabas. Conmigo tendrás fuerza masculina, inteligencia, astucia, gracia femenina y un toque de candidez prefabricada”. Los doce son un mal consejero cuando de elegir se trata. Así que la agarré a ella y me la puse sin esperar a otra candidata.
Mi cara y yo nos aguantamos varios años, más de diez quizá. En las noches se ponía algo pesada: yeso que era, me absorbía la sangre para mantenerse fresca. Y con ello, también me chupaba las ganas de moldearla merced de mis sentimientos. Comencé a sentir cierta envidia por aquellos que moldeaban a sus caras recién adquiridas. Unas hasta les ponían diamantina para hacerlas más vistosas, en razón a su evidente fealdad real. Otras eran flexibles, como de plastilina. Pronto aprendí a no juntarme con ninguna de ellas, porque mientras las primeras te lanzaban miradas multicolores con polvitos que se te pegaban hasta en las pestañas para sembrar sus ideas malsanas, sus ganas de ganar a como diera lugar, las segundas moldeaban sus reacciones siempre a favor de sus intereses más íntimos… e incluso, insondables (algunas de estas máscaras tenían equipos de buceo y topográfico integrados para casos complejos). Habían otras que estaban como en crudo: siendo la mayoría de las caretas provenientes de la Grecia antigua, a muchos les daba por pensar que, dejando la máscara casi inalterable, es decir, en su estado natural, bien se podrían adquirir las costumbres y la cosmovisión de los grandes maestros y filósofos griegos. En unos cuantos, el asunto quedaba en un filósofo de poca monta; en otros, en verdaderos trogloditas que actuaban por su propio bien no común.
Lavaba mi careta con agua y jabón corrientes. Asceta que fui de adolescente, en mi juventud adulta conservé ciertas pautas franciscanas. De vez en cuando la pintaba: ora era insurrecta, ora seductora, ora inteligente, ora felizmente ingenua… Empecé a agarrarle el gusto por los disfraces. Llegué incluso a saberlos combinar con la ropa, según la fecha, el lugar y la ocasión.
No niego que tuve una aceptación satisfactoria. Algunas máscaras me miraban de reojo –para lo cual debían mover sus cabezas a tres cuartos de la posición original- y con cierto desprecio: a pesar de la poca atención que le daba a mi máscara –porque darle mi atención era aumentar la afrenta de haberle dado mi sumisión voluntaria-, las máscaras más populares me seguían. Pero en esta vida todo cansa, y un día, aprovechando que la máscara estaba cansada de tantas reuniones con máscaras desconocidas, decidí retirármela usando unas pinzas para cortar sus extremos.
El cuadro fue horrible: la máscara comenzó a lanzar tremendos alaridos, vituperaciones y maldiciones en contra mía. Me abría los labios para adentrar su yeso quebrado entre mis dientes. Sacudió su constitución para llenarme de polvo las pestañas y así aumentar la miopía. Se volvió convexa en dirección a mi nariz. Quería que la respirara. Pero entre más luchaba, yo más la estiraba y la estiraba. Se le formaron unas patitas en la base, las cuales se sujetaron fuertemente a mis cachetes. Cuando las corté, la máscara lloró sangre, la mía: me arrancó trocitos de piel.
Ganada la batalla, le di de martillazos en la lavandería hasta convertirla en un polvo blanco y moldeable con agua que agarré del Ojito de Agua que le da nombre a mi ciudad natal. Hice una estrella. Dicen que las cosas malas, para alejarlas de ti, las tienes que despedir con amor. Fue lo que mejor me salió, a decir verdad. El ridículo que dirigía mis propias burlas hacia mí, me impidió echarle más imaginación. La hice estrella. Una irregular, por la vida que me había dado. Y la lancé al cielo. Y el dios niño que conocí esa noche la recogió y se la llevó muy lejos de aquí.
A la mañana siguiente, decidí darle Mi cara al mundo. Quise anunciarme con bombo y platillo “La Única, la Original, la Auténtica, la Real Cara de…”… ¡Pero qué estupidez!
Así que salí como el padre del dios niño me mandó a este mundo, a ver la reacción del entorno conmigo, y de mi Yo hacia mi entorno.
El resultado osciló entre un ¿Qué te hiciste?, ¿Estás enferma?, ¿Estás a dieta?, ¿Traes novio?, ¿Se te murió alguien?, pasando por un ¿Estás bien?, ¿Te puedo ayudar en algo?, ¿Olvidaste maquillarte?, ¿Hiciste el amor anoche? Discúlpame, ¡No te había reconocido! ¡Es que te estás tan diferente!, y el total desprecio de la gente que seguía con sus máscaras puestas: ejecutivos e intelectuales, amas de casa, choferes y maestros. En todos pude ver que no obstante la sonrisa o el rictus de amargura o de dolor pintados en sus caretas, debajo de ellas se creaba la envidia enmedio de los ojos entornados y la boca triste de muchos de ellos… Casi, casi pude leerles el pensamiento: “¡Carajo! ¿Cómo le hizo la tipa ésta para ser libre de ella? ¿Podré yo…?... sí, careta, ya voy. Deja corto la conversación y nos vamos”.
El aire me pega fuerte sin la careta. Es una suerte saber que existe igualito a cuando tenía doce años.