jueves, 7 de agosto de 2008

Pero que

Pero que agarro mis chivas y me voy a la Alameda, a caminar mientras veo los árboles que dejaron intactos y los que acaban de sembrar, echándole ganas para cumplir su promesa: llegar a ser tan gruesos como Don Ciprés, Don Nogal o Don Álamo, que orgullosos ondeaban sus verdes de pensionado hasta que un día un serrucho los mandó al diantre. Y que boto mis pesimismos y me lanzo al suelo donde antes hubo cantera rosa y ahora lo dejaron en cemento pintado de bermejo cansadón, a ver pasar a la señora solterona del perro fifí que mueve la colita mientras una niña lo acaricia; a ver a los niños en sus bicicletas amenazando con darte en la torre si no te les haces a un lado; a ver a las parejitas cariñosas pensando en la inmortalidad del cangrejo, en la durabilidad de los M Force y en el niño que no esperan, pero que ya les llegará, ya les llegará. Y que abro mi bolsa y saco mi monedero y me compro mi botecito para hacer burbujas (total, nadie me conoce, y si me conoce –como es lo más probable, aquí en Saltillo todos estamos emparentados de alguna manera- pos qué le hace, que al cabo yo también le he de saber algún secretillo inconfesable, descubierto por mí al azar, y por lo tanto, chantajeable) y que me pongo a soplar como si fuera una huerca de cinco años. Y que sigo caminando y me siento a comer tacos rojos a mitad de la calle que da frente a la Normal Básica, y me como de una sola sentada seis tacotes con salsa sacalágrimas, lechuga amibiásica y sangría topochico al tiempo (no pude olvidarme de mis fobias a enfermarme por comer hielo). Y que me fui olvidando que afuera de ese cuadro de hojas verdes y monumentos grafiteados, bancas destartaladas y chicles embarrados, estaba el caos: adentro, pura sonrisa de complicidad de sus habitantes temporales, pura felicidad de estar con nuestros hermanos los árboles, pura alegría de recordar cosas del ayer (como cuando mi mamá y yo nos íbamos a correr toda la semana de vacaciones que a ella le daban en el mes de julio, porque no habría más; o como cuando mi papá me acercó a un pato para que lo acariciara, en el lago que tiene forma de república mexicana; o como cuando me esperaba a la salida de la Berrueto, para ver al chico de la voz rondallera y ojos verdes que nunca me peló, por ser ñoña y morena). Y que me fueron dando las nueve y media de la noche. Y que me fui del paraíso temporal.

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