Las diosas nos damos el lujo
de vestir una zebra atardeciendo en el África
para luego salir a bailar entre los mortales.
Soltamos nuestros miembros turgentes
a las aguas de viento de las habitaciones rojas
para que dentro de ellas naden
y palabras dulces canten
haciendo que la música de la esperanza
jamás fenezca.
Las diosas bailamos al son
de las divinas trompetas
y en azul creemos distanciar
la noche de la soledad.
Las diosas amamos un instante
a sabiendas
de que será eternizada nuestra alegría
y se anulará la ausencia
en un regalo sin origen ni fin.
Y en el límite latente
que es la unión entre nuestra boca y el ombligo
la luna de nuestros cuerpos bullentes
a través de un filme de caricias infinitas
emerge.
Las diosas vestimos la ropa ordinaria
de los días más especiales
sacamos la mano de los invisibles trenes
y agitamos los dedos en la estación de nuestro viaje
y no lloramos ni reímos sobremedida
ni jamás nos abandonamos
a las despedidas:
el adiós nunca está contemplado.
Únicamente los estúpidos creen
en la linealidad de los besos.
En nuestro mundo
lo que se da retorna
mil veces florido en estrellas
que pueblan los cielos de ciegos
moribundos y locos
y de algún niño que ha vuelto a nacer.
Las diosas podemos estar asidas
del gran Verbo del silencio
o yacer en la soberanía
de una isla pintada por nuestros pechos
donde la historia a veces
nos hace el favor de reconfigurar el espejo
donde ríen nuestros eternos rostros.
Pero jamás caemos
ni nos morimos de amor;
eso sería volvernos absurdas:
el amor es el barro de nuestro sexo
y al amor siempre vamos,
peregrinaje tardío, regalo perpetuo
rosa es el lugar donde duerme
nuestro incansable corazón.
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