El eco
del aleteo de aquella mariposa escapando de mi ciudad
ha quebrado el cristal de la copa
donde guarecía mi cuerpo del aguacero del mundo.
Se ha roto la perfección de lo cóncavo y lo convexo.
Solía platicar con alguien llamado dios dentro de aquel espacio
en mi infancia.
El sonido de la perfección
era mi templo.
Entraba en él y la soledad ya no era punzante.
Durante años pude oírlo pasar dentro de mí
del mismo modo en que sus puertas
se abrían a mis ojos despiertos
en el azul del polo abandonado.
Aún hay noches en las que sus vestidos
acurrucan sus pliegues en mi mente no serena.
Mantengo la vigilia,
las estrellas escapan y se duermen.
No lo atrapan la jaula del insomnio
ni la fragilidad de mis oídos al viento nocturno,
al sonido de la perfección que resta
de aquella copa de cristal donde conversaba con dios.
Alguna vez quise hacer lo que él.
Dispuse las letras en papeles gastados a modo de estrellas:
olvidé la posición de las constelaciones.
Desistí de mi empeño;
descubrí que también tenía hambre.
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