Hay yunques preciosos en el horizonte,
imberbes máculas de maíz
arrancando su deidad del estupor de occidente:
-esa refracción de luz en tres centímetros de diámetro,
zafiros de un unicornio que duele
mientras se adentra en la bolsa roja de una mujer sempiterna
de carne semioscura
y tacto triste-.
Yo no los lancé desde el suelo llagador,
no soy dios, sólo soy anecdotaria de veinticuatro horas
y un fragmento de espina universal.
Agóbianme las manchas en el Sol.
Necesito oírme contigo, pluriafortunado entre las mujeres.
Guárdame de la ceguera causada por tan maléfica
artificial luz de los agobiantes días.
Bésame cualquier pestaña:
mis ojos todos atestiguan desde mi singular siempre
el temblor de mis garras de papel entintado.
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