miércoles, 7 de noviembre de 2007

Léethargos Polis.



No ha salido el sol. Tampoco el molesto ruido de las aves se ha hecho presente el día de hoy. Todo parece indicar que el presente será un día igual de muerto como lo fue el día de ayer, los días de la semana pasada, los de todo el mes.

Bajo las cobijas se esconde tu cabeza, llena de ideas inconexas y de una migraña que te impide que te levantes y abras la persiana, al final de cuentas, ¿para qué permitir que entre el aire, si todo se respira a muerto, como tu corazón?

Después de tres horas, decides levantarte. Enciendes a distancia el minicomponente para escuchar las notas que describen tu estado anímico: “somebody to love”…alguien a quién amar. Te parece tan graciosa la frase que comienzas a reírte tú solo: sabes bien que no hay nadie que te pueda amar, nadie a quien tú puedas amar.

Te levantas, no te da la gana tender la cama y decides que es mejor lavarte la cara. Te sorprendes al ver que tu cepillo de dientes está en el lado opuesto a donde usualmente lo dejas, pero no le das mucha importancia. Al mirarte al espejo, notas que tus rasgos reflejados son increíblemente paralelos a los de tu cuerpo. Te dices que deben ser los efectos de lo que inhalaste ayer y te sigues peinando.

Desde el fondo de tu recámara, escuchas la canción que tantas veces le dedicaste a ella, pero que nunca la quiso escuchar. Decides contener tus lágrimas, y ahogas en un profundo suspiro las ganas de tenerla y mantenerla a la vez en lo más profundo de tu conciencia del amor abismal.

Te sigue doliendo la cabeza. Es insoportable el amanecer sin ganas de amanecer. No te da hambre, como tampoco te ha dado hambre desde hace poco menos del mes. Qué importa, te dices una vez más en voz alta, si en realidad no sabes para qué quieres seguir aquí.

Te inquieta un poco que no haya ruido por tu cuadra, pues a esa hora siempre está doña Cuca gritándole a su marido los infortunios que padece por su indolencia y su irresponsabilidad.

Piensas que tal vez el tipo la haya matado y en seguida desechas tu teoría en una carcajada irónica: el marido de doña Cuca no tiene voz ni voluntad. Finges ecuanimidad ante la ansiedad que te provoca el saberte sin ruido y enciendes la televisión. Te percatas que el mundo no se ha ido, que sigue ahí, estáticamente ahí, inmutable. No es posible que no le hayan dado una solución a un problema que ya casi tiene un mes, reclamas al señor que habla con elegante adustez y la misma corbata roja de siempre. Te voy a enviar una corbata de otro color, para que al menos no te veas tan acartonado, le dices con súbita prepotencia. El discurso que mantiene el señor de la tele y tu desesperación provoca que explotes y le cambies de canal. Otra vez la misma caricatura de la semana anterior, te dices con voz engarrotada, méndiga televisión, no sirves para nada.

La apagas y tomas uno de los dieciséis libros que has adquirido en el transcurso del año y que no has podido acabar de leer. Flaubert no hace mella en tu ánimo actual, y prefieres leer algo sobre los espartanos, para luego darte cuenta que las guerras se crearon cuando el propio hombre se creó a sí mismo, y terminas releyendo El Lobo Estepario de Hesse, para ver si su personaje central se asemeja un poco a lo que tú sientes el día de hoy: aversión a todo lo que ves en rededor tuyo.


Lees unas cuantas páginas y, fatigado por una búsqueda infructuosa, te tumbas en el sillón con quemadas de cigarrillos y olor a cansancio. Te duermes. Comienzas a soñar a tu prima Isolda que te dice que ella pide por ti todo el tiempo y que espera que estés bien, y al quererla abrazar sientes que una fuerza externa te sustrae de tu escenario y te devuelve al sillón. Despiertas sudoroso y alarmado, y decides tomar un poco de agua.

Son casi ya las siete y media de la noche. No has salido desde hace un buen tiempo. Te asomas por la ventana: observas una miríada de estrellas poblando tu noche en soledad.

Agarras la primera chamarra que encuentras y sales a caminar por tu cuadra. No oyes ruido. Crees que los niños ya se han metido para cenar y luego irse a dormir, y que las familias enteras están llevando su mediocre vida cotidiana de siempre. Te parece extraño que los perros comiencen a ladrarte desaforados, como nunca antes lo habían hecho.

Apresuras el paso mientras buscas entre los bolsillos de tu pantalón un cigarro qué fumar. Por fin lo encuentras y al encenderlo, escuchas un “me das de tu fuego, maestro”, que te asusta; es la primera voz que escuchas después de todo este letargo silencioso.

Enfocas tu mirada y consigues ver a un muchacho, unos cinco años menor que tú, enfundado en una chaqueta de mezclilla descolorida, unos pantalones que en su momento fueron negros y una cara igual de deslavada y absorta en la oscuridad de la noche.

Lo miras un buen rato, y después de descodificar sus gestos y sus ropas, decides acercártele. No le preguntas su nombre, pero él si lo hace. Un “no tiene caso que lo sepas, los nombres sólo sirven para segmentar más al ser humano” le das por respuesta.

Parece que a él no le importa la sequedad con la que lo rechazas. Continúa platicando, te dice que él no es de esta ciudad pero que lleva unos ocho años viviendo aquí, por lo cual siente más suyo este pedazo de tierra árida y gente de modales conservadores que el pedazo de tierra llena de smog y violencia urbana que le vio nacer. Te pregunta si eres oriundo del lugar y tú le respondes que eres tan de esta ciudad, que tus pasos ya se confunden con el adoquín fragmentado de sus calles más transitadas.

De pronto te miras sentado junto a él, en una banqueta fría y sola, ideal para las tardes de bohemia que solías tener con tus amigos, ahora todos dispersos, cuando la juventud era tan cegadora que los días de franca realidad no podían vislumbrarse. La plática que sostienes con aquel joven te hace sentir que la vida se ha reivindicado unos minutos contigo y te ha permitido sentir y saborear aquellos días aciagos en que era más importante hallarle sentido a la vida que a la muerte.

Le preguntas qué hace a esta hora, y te responde con un simple “qué mas da, si el tiempo nunca se acaba en este lugar sin sonido”. Su respuesta te hace dudar por unos segundos si no será más bien un sentido de ánimo de algunas personas y no una realidad tangible; tanto se arraiga en ti la duda que intentas comunicársela a tu amigo sin nombre, pero en cuanto él se siente próximo a ser inquirido te evade con un “no tienes otro cigarro para darme” que te deja con la pregunta en el aire y la duda que comienza a dejarte en paz por unos instantes.

No ha pasado nada especial desde la hora que saliste de tu casa y lo que ahora platicas con el joven, excepto que al menos ya sabes que no eres el único que sufre males de amores, y que has sabido ganarte su confianza con la devoción de tus oídos y el último de tus cigarros. El chico te ha contado que vive en la espiral del desasosiego y la incertidumbre al saberse en medio de una relación totalmente asimétrica y, por lo tanto, desaprobada y hasta juzgada por los demás; por esa razón ha decidido emprender en solitario el viaje por la soledad de sus días, por que finalmente, te dice, “la soledad se hizo para el más sensible de los humanos”.

Al ver sus manos inquietas percibes que tu nuevo amigo es víctima de la tristeza que provoca el estar en un sentimiento tan conocido por todos y tan excluido del mundo de los normales a la vez. Lo anterior lo acabas de confirmar cuando te empieza a platicar de sus gustos musicales: no existen hoy en día jóvenes que se interesen por el jazz y el rock de la época de tus “años mozos”, como les llamaría tu tía Alcira, como tampoco existen jóvenes tan desahuciados anticipadamente. No puedes concebir cómo es que la sociedad actual no les dé cabida a los sueños de las almas nuevas. Después de tu breve furia, tus hombros se encogen porque sabes que tú también perteneces a la generación de los hombres que no dejan su puesto para que otros hombres continúen la misión, y te da pena.

Le dices que es tarde y que sería bueno ir a algún lugar más seguro que esas cuatro paredes invisibles que revisten a la calle que ha sido testigo de las confesiones de tu joven amigo y tus actos de contrición. A él le parece que está bien, que en realidad le viene valiendo todo lo que le propongan, porque si tú no lo recuerdas, él pertenece a la generación “X” de la que tus contemporáneos dicen no tiene nada bueno qué salvar.

Ambos optan por irse a su casa, puesto que tu amigo te dice que está en la esquina aquella donde no se ve nada y ahí se concentra su todo y que será más fácil para ti estar en esa morada que caminar de noche, con los ladridos a sus espaldas y el espesor de una noche otoñal que no te deja ver bien si caminas en la dirección correcta o no.

Al llegar, tu amigo te pregunta dónde podría conseguir un cerrajero honesto que le ayude a cambiar la chapa de su puerta, pues te dice que desde hace dos semanas está totalmente a la inversa, y que tiene qué ingeniárselas para dejarla sin llave y a salvo de un posible robo. Tú le contestas que no tienes idea, porque para ti los ladrones no existen, pues sólo existen para las personas adineradas e importantes y no para los perros viejos como tú.

Consigues arrancarle la primera sonrisa de la noche. Contrario a lo que esperabas, su sonrisa te ha dejado helada la sangre: hay algo de muerte en su mueca. Seguro este chico sufre mucho, es el argumento pobre que consigues darte para calmarte y sentirte de nuevo cómodo.

Tu amigo sin nombre se disculpa contigo por no tener “ni un mugre vaso de agua” en la cocina, pues desde hace unos dieciocho días perdió el empleo y no ha podido colocarse. Le tranquilizas al decirle que no tienes sed ni hambre y al voltear a la pared que da a la ventana del estudio prefabricado observas un par de pinturas hechas al óleo, de figuras surrealistas y colores tan poco usuales como los colores que uno ve en los sueños.

Te paras y los miras atentamente; observas que al pie hay una firma que no deja ver el nombre de su autor y la fecha. Tu amigo te dirá que las hizo él antes de que tú se lo preguntases, y remarca su modestia al decirte que “no son gran cosa, mis manos podrían hacer algo mejor si tuviera a la inspiración de mi lado”; le animarás diciéndole que tiene toda una vida entera por delante y que las aptitudes innatas se desarrollan con el paso del tiempo.

Mientras ustedes hablan, alguien toca a la puerta. A ambos les parece extraño que alguien tan noche y por estos rumbos venga de visita.

Tu amigo sin nombre abre la puerta y recibe efusivamente a una amiga de muchos años que llega de improviso, los ojos rojos de tanto llorar y los cabellos oscuros a la mitad de su espalda que la cubren de una lluvia que en tu cuadra no hizo acto de presencia, no siendo igual por los rumbos de la chica.

La chica se desconcierta al verte parado frente a las pinturas del chico de la chamarra de mezclilla vieja, pero pronto se tranquiliza al ver tu mirada sosegada y cansada, que no le pregunta de dónde viene ni cómo se llama: simplemente tu boca la saluda con un beso amigable en la mejilla y tu mano se extiende para tomar la de ella.

Pronto los tres se verán envueltos en una amena charla que incita al arte y a la expresión máxima de los sentimientos y la óptica individual de la generalidad humana. La chica comienza a desinhibirse y te cuenta que ella es dramaturga y actriz, razón por la cual siempre busca los comentarios ácidos de su buen amigo “el pesimista”, como le ha bautizado la piel morena clara de voz sonora y aterciopelada a la vez. Dice que en toda la ciudad no ha podido encontrar a otra persona que le hable con tanta franqueza de la realidad de la vida en este mundo de vilezas y alegrías efímeras, al grado que sus frases han sido “pre-inmortalizadas” en sus obras de teatro que espera algún día, algún director menos avaro y con la conciencia de la juventud latente y ávida por la libertad y la expansión la ponga en escena.

Su plática y el humo de su cigarro te envuelven tanto, que por fin te atreves a preguntarle la razón de su llanto, mientras tus manos frías se cubren una a la otra, como a la expectativa del rechazo felino de una fémina dolida.

Tus manos dejan de cubrirse al escuchar las frases suaves, cadenciosas, honestas y pausadas de su dueña: su llanto tiene origen en la frustración de los sueños de una joven solitaria “a pesar de tener tanta familia y tanto dinero como para comprar compañía”, de las ganas de salir corriendo de un laberinto que parece no tener salida, al menos no por ahora, y del miedo enorme a quedarse en el mismo punto de partida de aquel día que comenzó a llorar y se sintió perdida y aletargada, en un sueño tan profundo que, según te confesó, no le permite recordar cuál es el nexo entre su llanto y lo que ha estado haciendo los últimos cinco días; de pronto calla, suspira muy profundo, entorna la mirada y, dirigiéndose a tu amigo sin nombre y a ti, les dice que su mundo está literalmente de revés, y el silencio que escucha es tan agobiante para sus oídos ávidos del bullicio humano que no le ha permitido pegar el ojo en cuatro noches seguidas.

Te asalta una vez más la duda: es la segunda testigo de tu ansiedad inexplicable por ese silencio tan acendrado en tus oídos y tan desapercibido por los demás, acaso será una especie de exclusión voluntaria de los tres para ver si así la percepción del mundo se torna más agradable.
Le confiesas a tus nuevos amigos que tú tampoco has escuchado sonido alguno desde hace casi un mes, y que te ha dado por pensar que el mundo se ha parado: en la televisión todos los días ves al mismo señor de corbata roja que dice un discurso tan largo como aniquilante que habla del mismo problema de todos los días, que para decepción tuya aún no ha tenido un arreglo decoroso.


Cuando terminas de hablar, tus amigos te ponen al tanto que ese problema ya fue arreglado hace unas dos semanas y que probablemente el que esté fuera de órbita seas tú. De pronto, te sientes como en síncope y te desvaneces en el sillón. “No estoy loco”, repites una y otra vez, pero tus amigos no comprenden un ápice lo que estás diciendo. “No puede ser que lo que yo veo a diario sea tan irreal como lo que ahora hablo con ustedes”. Tus manos crispadas toman las llaves de tu casa; intentas leer la marca en una de ellas, pero sólo consigues ver su nombre al revés. Sacas tus gafas e intentas leer esa llave. Esta vez no han sido tus problemas de visión las que te hacen ver su nombre al revés.

Sales a la calle: por primera vez en todo el mes te percatas que el sentido de las calles ha cambiado.

Tus amigos no hallan qué hacer contigo, pues comienzan a darse cuenta de lo que les pasa. El problema con ellos es que no lo quieren aceptar, mientras que el tuyo es que no sabes a quién recurrir para salir de tu duda y del miedo que empieza a adueñarse de ti.

Entras de nuevo a la casa de tu amigo sin nombre y le pides su teléfono. Él te permite hablar “siempre y cuando funcione”, y al escuchar que aún da tono, comienzas a marcarle a tu prima Isolda, que no te contesta. Intentas tres veces más, pero no pasa nada. Le marcas a tu tía Alcira y no escuchas que haya alguien del otro lado. Te armas de valor y le llamas a Ángela, tu mujer amada, pero el resultado es el mismo.

Tu ansiedad se exacerba y corres al primer espejo que ves en casa de tu amigo: buscas una y otra vez la concordancia que debía haber habido entre tú y el reflejo de tu espejo, pero sólo consigues ver que tu rostro ha cambiado un poco, y que te ves tan ausente como nunca antes lo habías estado.

Te refugias en el baño de aquella casa mientras tus jóvenes amigos siguen sin entender y aceptar por completo lo que pasa. Ahí abres el botiquín, en la búsqueda de unos calmantes, de esas pastillas que te han tendido el puente tantas veces entre el mundo de lo real y doloroso y el mundo de lo intangible y sereno. De pronto, tus ojos y tu corazón se exaltan al recordar el fragmento de tu vida que te ha dejado viviendo a medias en estos días mitad reales, mitad oníricos.

Te has dado cuenta que días atrás, en un arranque de ira y dolor, te propusiste dejar de sufrir… y al parecer lo has logrado.

Comienzas a sollozar, pero tu llanto se ahoga en seco al no escuchar el eco de tu propio sonido. No es que la casa esté hueca, es que todo esto es un escenario fabricado por ti y por todos aquellos que andan viviendo a medias, como tú.

Te sientas en el piso, miras a tu alrededor y miras tus manos. No son tus manos en realidad. Ya nada es tuyo, y no te habías dado cuenta.

Comienzas a preguntarte en voz alta dónde has dejado la otra parte de tu ser y si podrás regresar a ella. Quieres ver luz, llenarte de ella hasta saciarte y sentirte de nuevo vivo.

La chica empieza a comprender tu problemática que en realidad se extiende a los tres. No puede pronunciar palabra alguna, y se tumba en el sillón donde antes estabas sentado, tratando de recobrar la calma y la serenidad.

Tu amigo sin nombre es el único que no acaba de entender lo que sucede en ese escenario tan real y tan acartonado a la vez. Se dice una y otra vez que ésta será la última ocasión que entable una comunicación civilizada con un desconocido, porque todos siempre terminan en estado de shock.

Cuando la chica al fin pudo pronunciar unas pocas palabras, dijo que de todos los escenarios en los que había estado, éste era el más pavorosamente real.

Y al finalizar la frase, tu amigo sin nombre deja caer lo que le quedaba del cigarrillo: nadie le había expuesto su situación como ella. Y los tres, en un estado de silencio y llanto ahogados, esconden su cabeza entre sus piernas, como esperando a que se pase un supuesto estado etílico o soporífico que los ha sumergido en una histeria sin sentido.

Después de unas horas –qué más te da saber cuántas, si al final de cuentas el tiempo ya no existe para ti -, te paras y decides salir de tu escondite. Observas al par de jóvenes turbados y con la mirada perdida, como tratando de conciliar las teorías nuevas adquiridas con la realidad vivida en los últimos días.

“Me voy a sentar aquí, e intentaré conciliar el sueño”, les dijiste.
“¿Para qué quieres conciliarlo, si ya vives en un sueño ahora?”, te preguntó la chica dramaturga y actriz, ejecutando el papel de una mujer serena sin poder hacerlo del todo bien.


“Precisamente por eso, amiga”, le susurras al oído. “Si los tres somos el sueño de nosotros tres, voy a intentar reingresar al sueño que me sacó de la jugada sin que yo me percatase de ello”.
“Frases de literato ahora no, amigo”, te respondió molesto el chico sin nombre. “No somos el sueño del otro, ni tampoco nuestra vida es un sueño”.


“Chico, no intento parafrasear a Borges o Calderón de la Barca”, atinaste a responder. Sólo intento recuperar el momento exacto en el que me perdí en la espiral de una vida perfectamente simétrica e infinita a la que yo vivía antes.

“Yo no quiero estar aquí ya. Tengo miedo amigo”, te susurró al oído la chica mientras uno de sus cabellos rozaba tu oreja. “Yo también quiero soñar, enséñame a hacerlo por favor”.

Y tomaste la mano de la joven suplicante mientras secabas sus lágrimas con tus dedos. Sin decirle nada, le cantaste la canción de cuna que ella te confesó en ese momento le cantaba su nana antes de dormir o después de despertarse abruptamente a causa de una pesadilla.
Una vez que se quedó dormida y con el rostro limpio y sereno, acomodaste tu espalda en el respaldo del sillón e intentaste hacer lo mismo.


Comenzaste a soñar los días previos a esa noche extraña y te diste cuenta que la espiral se reducía y te absorbía cada vez más. De pronto, sentiste un brutal estrujamiento que te empujaba a un lugar oscuro y vacío, que te inspiraba miedo. Trataste de mantenerte sereno hasta que lograste ver una luz tan amplia y fuerte como la de los reflectores que quieren competir con el sol.

Entraste por ahí con pasos cautelosos pero firmes, y caminaste tanto que te pareció haberte desvanecido unos instantes. Cuando el cansancio pasó, te sentiste tan sereno y tranquilo como hacía mucho no lo estabas, incluso antes de tu fatal decisión.

Del resto del sueño no te acuerdas; sólo recuerdas que despertaste tranquilo, con la luz del Sol sobre tu rostro y tus brazos dándole acogida a la dulce amiga actriz que conociste la noche anterior. La miraste detenidamente y pasaste tus dedos sobre la piel de su rostro y su cabello lacio y negro, al tiempo que veías abrir sus ojos.

Ella te sonrió con una sonrisa de complicidad que llevaba implícito un código que sólo tú y ella podrían descifrar.

Quisiste decir algo, pero ella puso su mano frágil y alargada en tus labios.

“No hables de lo que ya sabes, amor. Agradece que tú y yo estamos frente a una nueva oportunidad. Será sólo nosotros dos, a partir de hoy, la ruta que nuestros senderos seguirán”.

Y ya no quisiste preguntar nada más.

Escrito el 26 de Octubre de 2004

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