“Recordar es volver a vivir”. Esa frase tan trillada, no podría adaptarse mejor a uno de los más grandes recuerdos de mi adolescencia, de esos que al ser evocados, inyectan en el ser humano una especie de elixir de felicidad, de eterno agradecimiento, y en ocasiones, de un poco de nostalgia.
Yo soy de Saltillo, Coahuila, y he vivido ahí la mayoría de los eventos trascendentales de mi existir. Sin embargo, a la edad de trece años, mi madre y yo tuvimos que partir a Guadalajara, obligando a mi padre a viajar hasta allá de vez en cuando para verme.
En la Semana Santa del 96, mi padre fue por mí para llevarme de vacaciones a Saltillo, con unos tíos. Partimos un miércoles 3 de abril.
Estando en la central de autobuses de Guadalajara, me dijo: “chaparrona, ¿no te gustaría pasar unos días en Zacatecas?”.
Al principio yo puse una cara de “Dios me libre, ¿qué voy a hacer allá?”.¿La causa? Mi padre nació en Zacatecas, e imperdonable era no ir ahí cada vez que viajaba mi familia por el país. Como a mis hermanos eso no les entusiasmaba ya, pensé que de seguro sería yo la nueva víctima.
Sin embargo, terminé aceptando.
Llegamos de tarde. El Sol de las cuatro se adhirió en la piel blanca de mi papá, y los caminos antiguos se convirtieron en las venas de ese hombre que ensalzaba las virtudes de aquel lugar.
Tomamos un taxi que nos llevó a un hotel que se encuentra al pie del Cerro de la Bufa.
Dejamos las maletas, y decidimos bajar al Centro a caminar por las calles centrales: era maravilloso ver la cantera correr como los ríos, los edificios de estilo barroco, el andar ligero los oriundos del lugar. Respirar el aire casi otoñal que soplaba esa tarde gris.
Como ya hacía hambre, comenzamos a buscar un restaurante. Todos estaban llenísimos, y nuestras tripas habían olvidado el significado de “tolerancia”, de modo que caminamos hasta una placita situada detrás del “Laberinto”, donde por fin dimos con una fondita que vendía unos pollos asados y unas papitas deliciosas. En ese momento, cansancio, expectación y hambre desaparecieron en el manjar aquél que fue devorado en un santiamén.
Al salir de ahí anduvimos por la placita, hasta dar con la calle por donde transitan las almas que quieren cultivar sus deseos artísticos e intelectuales adentrándose en la magia de los mundos que el Teatro Calderón y el Café Acrópolis brindan a esos peregrinos del saber humano.
Sin percatarlo, de repente me convertí en peregrina al entrar al teatro: el olor a intelecto y arte, combinado con la madera lustrosa me hipnotizó. Sus espejos no mentían: ahí se escondía el arte zacatecano.
Esa noche se presentaría “El Barbero de Sevilla”. Yo jamás había asistido a una ópera pero apelando a las ideas sabias de mi padre, acepté ir.
No sé si la maravillosa ejecución o el ánimo del público fueron el detonador de miríadas de chispas de encanto, o si era la emoción de compartir todo eso con mi padre; pero por un instante el tiempo dejó de existir.
Aquel suceso fue cerrado “con broche de oro” al tomarnos un café en el lugar de nombre griego donde escritores, políticos y artistas asistieron en algún momento de sus vidas para deleitarse con un capuchino.
La mañana siguiente la magia continuaría: desayunar birria en el laberinto, perdernos en un autobús hasta que tomamos el que nos llevara de vuelta, caminar por la Alameda Zacatecana, ir al Cerro de la Bufa en teleférico, ir a la Mina “El Edén” y pedirle un favor al Santo Niño de Atocha, comer unas tortas deliciosas en el Laberinto, seguir las huellas del niño zacatecano convertido en mi papá, observar la luz del Sol apagarse y ver salir la Luna, comer unos tamales con un champurrado de guayaba debajo de unos arcos para protegerse de la lluvia…sentirme protegida por la chaqueta y los cuidados de mi viejo.
El Viernes Santo fue el último día que nos quedamos allí. Recorrimos otro poco de Zacatecas. Él, recordando sus años pueriles, la luna de miel que pasó con mi mamá y los juegos que mis hermanos realizaron por sus calles. Yo, recordando los momentos zacatecanos que no creí experimentar, la comida que no pensé iba a saborear, y el despertar de una parte que yo misma no sabía que había: algo de mi esencia pertenecía a Zacatecas.
Fueron otras cuatro las veces que regresamos a Zacatecas en años posteriores. Contrario a lo que creía, nunca me aburrí de estar ahí, ni de pasear por las mismas calles, pues siempre hubieron momentos que hicieron grata la estancia, como el hecho de haber viajado mi familia reunida y yo a esa ciudad.
Desde hace dos años no visito Zacatecas, aún y cuando sepa que el espíritu de mi padre (muerto ahora) habita ahora como cenizas en la cantera y el repicar de las campanas de su catedral.
Tengo unas ganas irremediables de regresar a ese punto donde fui feliz al lado del hombre que me dio la mitad de mi vida. Sin embargo, tiempo y dinero me lo han impedido.Pero no pierdo las esperanzas: sé que muy pronto saludaré a ese ser que ahora que se quedó para siempre en la tierra de la cantera y el capuchino: Zacatecas
Escrito el 24 de Septiembre de 2004
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