Cuando el sol alumbra el mar, sus rayos rebotan directo al cielo, como si el mar fuese un espejo grande y profundo en el cual los cabellos dorados de esa gran estrella son peinados con el canto acariciante del viento, el mismo canto que se acurruca suavemente dentro de los caracoles dispersos por la arena. Y ahí, en el cielo, se esconden la luna y las estrellas (pues están embelleciendo sus rostros con polvos plateados para la noche) y uno que otro sueño de algún pequeño que anhela volar hasta allá para ver qué hay, del mismo modo que se esconde algún ser amado que dejó su cuerpo para montarse en un cometa y así poder viajar por todo el Universo, mientras espera la llegada de sus seres queridos para poder mostrarles el tiempo sideral.
Y entre el cielo y el mar está Tino, situado dentro del espacio lleno de la tierra blanda y dorada que atrapan sus pies de a poquito, provocándole cosquillas y arrancándole una sonrisa de complicidad, pues sólo él y el sol pueden observar las cosas que provocan el mar, el viento y la arena cuando actúan al mismo tiempo: las risas de los otros niños que corren al compás del vaivén de sus cometas, la mezcla de las voces de madres sobreprotectoras, vendedores de camarones al mojo de ajo, colguijes y fotos instantáneas, piropos de hombres tratando de recobrar su juventud ante la piel tersa de una chica, unificadas todas por el aire que fabrica remolinos en las cabezas de cuantos toca.
Tino no quiere moverse de ahí. La playa lo ha acogido bien. No necesita ya otra cosa, ha llegado al lugar más apropiado para dejar estirar sus células hasta alcanzar la forma de un adulto. Hasta las gaviotas revolotean a su alrededor, como si supieran que ha venido de muy lejos y quisieran darle la bienvenida. No hay caras tristes, ni llantos, ni reproches de nadie. Todas las personas se ven felices, en especial esa mujer de tez blanca y cabellos dorados que cubre con sus manos finas a su pequeñita, mientras siente el abrazo protector de ese hombre fuerte y gentil que está a su lado. Ellos son los que parecen más inmersos en la felicidad que provoca la hermosura de esta playa; a ellos no les inmutan las múltiples voces que llenan el ambiente, ni siquiera esa voz tan insistente que dice “Tino…Tino…Tino…”
- ¡Tino, que te estoy hablando, caramba!
De repente, la arena se volvió fría, el sol se cubrió de gris, el viento dejó de cantar y el mar ya no quiso reflejar nada.
-¿Qué tanto ves en ese periódico, eh? Le preguntó Paco, su amigo. - La foto esa, respondió Tino con la voz muy bajita.
-¡Pues deja ya de verla y pásamelo! Ya es hora de dormir, ayúdame a acomodar los periódicos en el suelo.
-¿Me dejas que ponga esa hoja en mi pedazo? Preguntó.
-¿Para qué?
-Para seguir sintiendo la arena caliente en mis pies esta noche.
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